Sonríe, que no es poco: una reflexión sobre el valor de las interacciones presenciales

Arandi

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Llevamos algo más de diez años utilizando WhatsApp a diario y eso, sumado a la existencia del email y a la irrupción progresiva de redes sociales como Twitter e Instagram, ha cambiado nuestra forma de comunicarnos. La creencia generalizada es que la ha modificado para bien, pues ahora uno puede interactuar con cualquier lugar del mundo gratis y de forma instantánea. Sin embargo, la tendencia también ha colonizado el ámbito de lo cotidiano reduciendo sustancialmente las relaciones presenciales.

Está demostrado que las interacciones de tú a tú, los tradicionales cara a cara, reducen la ansiedad, el estrés, la posibilidad de caer en depresión y tampoco es casualidad que la neuropsicología señale la falta de socialización como uno de los factores que pueden acentuar o acelerar enfermedades como el alzhéimer. «La gente que vive aislada de los demás tiene tres veces más probabilidades de morir que la gente que se mantiene socializada», concluyeron los epidemiólogos Lisa Berkman y Leonard Syme tras monitorizar durante nueve años cómo se relacionaban siete mil personas en California. Una consecuencia lógica teniendo en cuenta que las personas somos animales sociales programados, salvo excepciones, para vivir en grupo.

Pero al margen de las consabidas cuestiones de salud existen otros alicientes a la hora de apostar por las relaciones presenciales. El aliciente de la calidad, por ejemplo. Según indica la psicóloga británica Nicole Plumridge, las conversaciones vía smartphone promueven la interacción pasiva; las respuestas tardías, fragmentadas e incompletas fruto de todas las distracciones que nos llegan a través de esa misma pantalla. Algo que puede parecer nimio pero que, a la larga, termina afectando a nuestra capacidad de expresión. O el aliciente de la integridad. La honestidad a la hora de interactuar. Y es que al eliminar la comunicación no verbal –los gestos, la expresividad, el tono– estamos eliminando el 70% de la interacción y facilitando el recorrido de la mentira, del engaño y del falseo. De ahí que, por ejemplo, las entrevistas de trabajo siempre sean en persona o por videoconferencia.

También en el ámbito laboral se encuentra, cada vez con más frecuencia, el ahorro de reuniones porque lo que se quería hablar en ellas se puede hablar por correo electrónico y para qué perder el tiempo viéndose. Una costumbre que se ha extendido a partir de la pandemia pero que, como descubren cada vez más profesionales, tiene el inconveniente de reducir a un puñado de frases, o bullet points, lo que presencialmente podría desembocar en una conversación llena de valor añadido gracias a la calidez, la confianza y la fluidez que encierran los cara a cara.

Por eso desde Arandi queremos invitar a una reflexión sobre la reducción (drástica) de las relaciones presenciales en el día a día. Claro que WhatsApp o el email han sido, en muchos aspectos, un gran avance. Pero no por haber sido un gran avance en esos aspectos lo es en todos. Los emoticonos están muy bien como sucedáneo. Como forma de suplir una carencia –la personalidad de la conversación– cuando estamos hablando con alguien de Australia, Mozambique o Japón desde la calle Alcalá. Pero por qué regalar un emoticono a quien le podemos regalar un abanico de gestos, el nuestro, único e intransferible.

Por todo ello estamos convencidos de que la interacción personal enriquece y de que, lejos de suponer una pérdida de tiempo, es una inversión. En salud, en calidad, en integridad y en oportunidades. Si queremos que el acto comunicativo tenga trascendencia, valor, recuperemos los sentidos a la hora de llevarlo a cabo.